En mayo de 2012 se celebró en Madrid el congreso de la Sociedad Española de Nutrición Parenteral y Enteral. En SENPE 2012 especialistas expusieron sobre el deterioro funcional y su relación con el estado nutricional en pacientes de la tercera edad.
Se sabe que la relación nutrición-longevidad es dicotómica. Un primate bien alimentado será menos longevo que otro con mala alimentación. Lo mismo ocurre con otros modelos animales. Sin embargo, con el ser humano no está tan claro.
En primer lugar porque aparentemente no sería tolerable la restricción calórica a la que se tendría que someter un hombre para evidenciar diferencias.
Por otra parte, no hay muchos estudios, a excepción de uno realizado en Minnesota, de dudosa validez desde el punto de vista ético, en el que sujetos sometidos a ayuno voluntario no sólo no vivían más años sino también tenían mayor proporción de trastornos tanto somáticos como psicológicos. (1)
Un estudio que incluyó gran cantidad de pacientes estadounidenses (alrededor de un millón y medio) mostró que en la población general un índice de masa corporal (IMC) por debajo de 22-23 se asoció con mayor mortalidad; sin embargo, los valores superiores también se relacionaron significativamente con mayor riesgo de mortalidad. (2)
No se observaron diferencias entre hombres y mujeres. No obstante, en ancianos la situación parece ser diferente, ya que en muchos trabajos, tales como, por ejemplo: el estudio de Jerusalem (Kvamme, JECH 2011), el estudio HUNT (Grabowski, JAGS 2001) y un estudio longitudinal estadounidense (Stessman, JAGS 2009) han mostrado mayor tasa de supervivencia en sujetos añosos con IMC superior al promedio, en comparación con sujetos con IMC inferior.
El estudio SENECA, llevado a cabo en Europa, mostró datos similares: en una cohorte de 1980 sujetos entre 70 y 75 años de edad seguidos durante un período de 10 años se observó que en los que tenían un IMC de 27 —claramente por encima de los 22-23 observados en el estudio estadounidense de población general— la tasa de mortalidad era significativamente inferior, en comparación con los extremos.
El estudio FRADEA es un ensayo conducido por Abizanda Soler, et al. en el cual un grupo de 993 sujetos >70 años está siendo seguido prospectivamente.
En un corte efectuado a los 2 años de seguimiento se vio que los individuos que más sobrevivían eran los que tenían IMC más elevado, incluso >35. Los pacientes con IMC <20 eran los que estaban teniendo menor tasa de supervivencia.
Los hábitos de vida saludable también tienen importancia en la supervivencia de los sujetos añosos.
En un estudio finlandés (3) se realizó el seguimiento de 2357 hombres, con una edad promedio de 72 años, y se correlacionaron las posibilidades de llegar a los 90 años según estuvieran presentes los clásicos factores de riesgo: sedentarismo, hipertensión arterial, obesidad, diabetes y tabaquismo. Se observó que en los individuos en los que no se reportaba alguno de esos factores de riesgo la posibilidad de llegar a los 90 años era del 54%, mientras que sólo el 4% de los que padecían los 5 factores de riesgo alcanzaría los 90 años de edad.
Volviendo al estudio FRADEA. Se pudo observar que la mayor parte de los sujetos añosos tenía un IMC entre 25 y 30 (el 48.8% de los hombres y el 37.8% de las mujeres) pero una importante proporción mostraba valores >35 (6.7% de los hombres y 15.1% de las mujeres). Sólo el 2.9% de los hombres y el 3.4% de las mujeres tenían un IMC <20.
Cuando se analizó el riesgo adicional a través del Índice MNA (Evaluación Mini Nutricional) se vio que el 27% de los hombres y el 37% de las mujeres se encontraban en riesgo nutricional. Cuando se evaluó el IMC a través de diferentes grupos etáreos se mostró que a medida que aumentaba la edad disminuía el IMC y, por lo tanto, se incrementaba el riesgo nutricional.
La aplicación de conceptos nutricionales en pacientes añosos es sumamente compleja.
En primer lugar se produce una serie de cambios fisiológicos que llevan a la anorexia, tales como las modificaciones en la composición corporal, la disminución de la tasa metabólica basal, los cambios en el tracto gastrointestinal, la declinación en la función renal, la inmunosenescencia, el estrés oxidativo, la inflamación crónica de bajo grado y los cambios hormonales.
Por otra parte, se pueden presentar diversas comorbilidades, tales como: cáncer, infecciones, enfisema, diabetes, neurodegeneración, trastornos cardiovasculares, o algunos síndromes específicamente geriátricos, tales como: inmovilidad, incontinencias, alteraciones sensoriales o caídas.
También se pueden presentar determinados aspectos funcionales, tales como: fragilidad, pérdida de la movilidad, reducción de la actividad física, discapacidad, lentificación motora y sarcopenia; o trastornos psicológicos, tales como: depresión, duelo, ansiedad o confusión.
No se deben dejar de lado las numerosas medicaciones que reciben los sujetos añosos, los cambios cognitivos y los problemas sociales asociados: aislamiento, pobreza, estilo de vida, institucionalización.
Sin embargo, la mayor preocupación de las personas añosas no es la supervivencia, sino la discapacidad.
En los estudios clínicos cada vez se da más relevancia a la evaluación de la discapacidad. Para eso se han desarrollado numerosas herramientas. La Guía de la Discapacidad de Nagi es una de ellas.
Esta guía parte de una patología (por ejemplo, diabetes), como consecuencia de la cual se producen determinadas alteraciones (por ejemplo: isquemia arterial), lo que lleva a limitaciones funcionales (por ejemplo: dolor y pérdida de fuerza de miembros inferiores), seguidas de discapacidad (dificultad para caminar) y dependencia (necesidad de visitar al médico).
Todo esto se ve modulado por una serie de factores ambientales y personales, entre los que se deben considerar, entre otros: el perfil psicológico, las condiciones socioeconómicas y, según han consignado los geriatras: la fragilidad individual; esto es, la manera de envejecer de cada individuo. Todos estos factores modulan la relación entre la enfermedad y la discapacidad.
Para medir todo esto se utilizan los tests de ejecución. Si bien hay muchos, el más empleado en estudios clínicos en la actualidad es el SF-LLFDI (Short Form-Late Life Function and Disability Instrument), que fue recientemente validado en España. Es uno de los más sencillos y el que mejor refleja los cambios en las capacidades de los pacientes.
Para valorar la fragilidad se han desarrollado tests específicos, de los cuales el más útil parecería ser el de los Criterios de Fragilidad de Linda Fried, que incluye la evaluación de la pérdida involuntaria del peso corporal, el cansancio, la velocidad de la marcha, la actividad física y la debilidad muscular. Con estos 5 parámetros se puede clasificar al anciano en: robusto o no, frágil, prefrágil y frágil.
Obviamente, a medida que se envejece aumenta la fragilidad, hasta involucrar la dificultad para realizar las actividades de la vida diaria.
En el estudio FRADEA se pudo objetivar que a mayor edad mayor fragilidad. Otra forma de medir eso es a través de la actividad física diaria expresada por medio de la cantidad de calorías consumidas por día.
En el estudio FRADEA se observó que a los 70-74 años de edad se consumía el doble de las calorías consumidas más allá de los 95 años.
El índice de Barthel es un instrumento útil para detectar la capacidad para realizar diferentes actividades básicas de la vida diaria (ABVD).
En esta herramienta se da mayor importancia a la puntuación de los temas relacionados con el control de esfínteres y la movilidad.
Esta prueba es de fácil y rápida administración (habitualmente menos de 5 minutos), y es la escala internacionalmente más utilizada para la valoración funcional del paciente con patología cerebrovascular aguda y sus complicaciones, como la demencia vascular.
En el estudio FRADEA se observó que el rango de IMC que se asoció con menor tasa de discapacidad fue el de 25 a 30, en el cual el 79.6% de los pacientes exhibió un índice de Barthel de 90 a 100 (autónomo para las actividades de la vida diaria).
En las personas con un IMC de 30 a 35 también se observó una elevada proporción de sujetos con un índice de Barthel de 90 a 100 (76%). En el grupo de individuos con un IMC bajo (inferior a 20) sólo el 48% tuvo un índice de Barthel compatible con autonomía.
Lo mismo pasó con la fragilidad: en el estudio FRADEA los grupos de sujetos con IMC de 25 a 30, o de 30 a 35, fueron los que tuvieron las menores proporciones de individuos frágiles (16.4% y 19.8%); mientras que el mayor porcentaje de sujetos frágiles se observó en el grupo de personas con IMC <20.
En el mismo estudio, si se comparan aspectos nutricionales de individuos añosos —con y sin discapacidad para las actividades de la vida diaria— se puede observar que ni el IMC ni el perímetro abdominal ni la masa libre de grasa fueron diferentes entre los sujetos con y sin discapacidad.
Pero el MNA sí fue distinto; es decir, que el riesgo nutricional se asoció más con discapacidad que el estado nutricional vigente. El MNA también se asoció con la fragilidad. Cuesta entender por qué fue así, dado que el MNA incluye al IMC.
La razón es que a la hora de identificar sujetos con discapacidad cuando se analizan los subcomponentes del MNA los que más pesan son: la anorexia y la pérdida de peso, y mucho más que el IMC.
Todos estos son datos transversales.
El estudio EPESE (4) fue un ensayo prospectivo que incluyó más de 12 mil pacientes >65 años que también encontró que el grupo de pacientes con mayor perspectiva de supervivencia libre de discapacidad fue el de IMC entre 25 y 30, seguido del grupo de IMC entre 30 y 35.
Exactamente los mismos datos, aunque sin suficiente significación estadística, se observaron en un estudio conducido por Abizanda Soler, et al. en Albacete.
Finalmente, un trabajo publicado este año (5) comparó la capacidad predictora del MNA para discapacidad —en la versión abreviada y en la larga— y encontró similares datos con ambas, por lo que se concluye que la versión corta es preferible por su mayor simplicidad y con idéntico resultado.
Cuando se clasifica a los ancianos según tengan o no riesgo nutricional (respectivamente, MNA <12 vs. MNA de 12 a 14) se ve que el riesgo de discapacidad es mucho mayor cuando el MNA es <12, al igual que el riesgo de muerte. Por lo tanto, el MNA es el mejor predictor de discapacidad.
El análisis de los subcomponentes del MNA por separa- do muestra que —sobre todo la anorexia— la movilidad limitada y la pérdida de peso son los que tienen mayor incidencia como predictores de discapacidad; mientras que la enfermedad, la demencia y el IMC <21 no alcanzan significación estadística.
En el estudio ilSIRENTE (Studio sull’Invecchiamento e la Longevita nell’Area Geografica del Sirente) (6) que incluyó 364 sujetos >80 años —y los siguió durante 2 años— también se encontró que el riesgo de discapacidad incidental fue mayor en sujetos con anorexia (HR 2.25, IC 95%: 1.15-4.39).
¿Cómo interactúan la función y la nutrición (juntas) con la discapacidad incidente?
Un trabajo publicado en 2008 (7) evaluó 4791 personas >65 años y mostró que tras un seguimiento a 9 años el riesgo de mortalidad fue significativamente mayor en los sujetos con discapacidad, en comparación con los que no la tenían.
En una experiencia del grupo Abizanda-Soler, et al. en Albacete se vio que los sujetos con discapacidad tuvieron más riesgo de continuar discapacitándose en todos los rangos del IMC y en todos los valores del MNA, con excepción de los valores más bajos de ambos: los que tenían IMC <20, y los que presentaban MNA ?7. Esto fue así porque el estado nutricional es un factor muy potente para predecir el riesgo de discapacidad.
Lo mismo ocurre cuando se compara según fragilidad: el riesgo de discapacitarse es mayor para los sujetos frágiles en todos los rangos del IMC, menos para los que tienen un IMC <20, y según el puntaje de MNA: donde los de menor puntaje tienen menor riesgo de discapacitarse.
En conclusión, el IMC no es predictor de discapacidad, y sí lo es el MNA. La capacidad predictora es todavía un poco mayor. Pero cuando se mezcla desnutrición y fragilidad el riesgo de discapacidad es mucho mayor.
Por lo tanto, los principales grupos de riesgo de discapacidad incidente en las ABVD y sobre los que quizá se debería actuar— son: la fragilidad, la discapacidad en actividades básicas e instrumentales de la vida diaria, la baja velocidad de marcha, la baja actividad física, la función de miembros inferiores, el equilibrio y la fuerza muscular.
Otros factores a considerar son: la edad >80 años, la hospitalización, la institucionalización, el deterioro cognitivo, el riesgo nutricional (MNA), la anorexia, la pérdida de peso y la fractura de cadera (8).
Conclusiones
• En la relación nutrición-envejecimiento quedan muchas preguntas por resolver. La nutrición en ancianos es una disciplina difícil y condicionada por la idiosincrasia de este grupo poblacional.
• Los hábitos saludables de vida mejoran la supervivencia libre de discapacidad, incluso en edades avanzadas.
• Los ancianos con IMC entre 25 y 30 son los que presentan menor discapacidad prevalente, e incluso la obesidad se asocia con mejores eventos de salud que la malnutrición.
• La fragilidad, la función física y la discapacidad son predictores de discapacidad incidente en las ABVD.
• El riesgo nutricional es mejor predictor de discapacidad incidente en las ABVD que el IMC, sobre todo el asociado con fragilidad.
• La anorexia, la pérdida de peso y la mala movilidad son los factores más asociados a la pérdida de la ABVD. Es importante identificar grupos de ancianos en riesgo nutricional.
Referencias
1- Kalm, J Nutr 2005; 135: 1347-52
2- Berrington, NEJM 2010; 363: 2211-9
3- Yates, Arch Intern Med 2008; 168:284-90
4- Al Snih, Arch Intern Med 2007; 167: 774- 80
5- Li Chin Lee, Arch Gerontol Geriatr 2012; 54: e405-10
6- Landi, J Am Med Dir Assoc 2010; 11: 268-74
7- Kulminski, JAGS 2008; 56: 105-10
8- Bermeulen, BMC Geriatrics 2011; 11: 33